6.2.08

ADD anverso.

El hombre bala se prepara. Cruzará el mar de la incertidumbre. Pocos creen en su proeza, él confía, no necesita que crean en él, lleva años apretujándose en el lúgubre cañón de la voluntad. Listos, dice el enano encargado de la pólvora. El hombre bala conecta el casco a su cerebro. Sube la infinita escalera. Llega a la punta del cañón, saluda confiado a los espectadores inexistentes. Dentro del tubo de acero piensa en su madre, aunque el hombre bala es huérfano. Necesita olvidar algo que le suba el desánimo. El enano enciende la antorcha de la libertad. El viento sopla. El fuego no se extingue. El hombre bala estira el pulgar. OK. Miles de luciérnagas invisibles refulgen en la mecha. Llueve al revés. 3, 2, 1, 0, -1,... La mira del cañón es ciega. El hombre bala estría el aire con un zumbido. No se le ocurre dónde aterrizar, quizás en un lugar desconocido. El enano apaga la mecha, se mete el cañón en el bolsillo. Es que a sus niños les prometió un juguete.

ADD vivo y muerto.

El viejo carga la escopeta. Revisa ventanas y puertas. Repasa las latas de comida. Luego, se sienta en un sillón. Es tiempo de la guardia nocturna. Silencio. Dos, tres horas. Bosteza. De la nada, tocan a la puerta. El viejo chequea por la mirilla, escopeta en alto. Es un soldado. Joven. El viejo abre. Lo invita a pasar. Abre una lata de comida. Interroga al soldado sobre la guerra. Éste le responde que fue cruenta, despiadada. No hubo honor ni gloria. Sólo exterminio. Pero la guerra ha terminado. El soldado adopta otro porte, otro tono de voz: anciano, debo confesarte que no soy soldado: soy la Muerte. El viejo cree que ha perdido el juicio en batalla. Los ojos del soldado se enegrecen, abismales; el viejo entiende. Te haré inmortal, anciano, serás el único y último de tu especie. La Muerte, dicho ya todo, se levanta y atraviesa la pared. El viejo llora todos los años “mortales” que vivió encerrado, años que desearía haber perdido viviendo.
Y entonces amanece.